El montañoso interior de Gran Canaria resguarda un tesoro rural donde se dan la mano paisajes de una variedad sorprendente y tradiciones centenarias que salen al encuentro de viajeros y viajeras. En una sola jornada es posible verse envuelto por la bruma, contemplar oasis de palmeras, alcanzar la base de un roque de apariencia lunar, juguetear en una cascada o adentrarse en cañones desérticos. La amplia oferta rural y de turismo activo permite sumergirse en un territorio natural y humano de infinitos matices declarado Reserva de la Biosfera, Patrimonio de la Humanidad y Reserva Starlight.
Existen territorios que habitan en un lugar intermedio entre el ensueño y la realidad. Se les distingue porque permanecen ahí,
perfectamente vivos y tangibles, incluso después de pasarnos las manos por unos ojos asombrados y puede que también incrédulos. El infinito interior de Gran Canaria es uno de esos lugares que parece varado en la imaginación, como un cofre del tesoro escondido en el Atlántico, pendiente de ser descubierto o redescubierto por esa clase de viajeros y viajeras que aspiran a encontrar parajes únicos que sumar al mapa de su memoria.

Esta Gran Canaria sigilosa que se oculta entre montañas, este espacio de tiempos detenidos alejado de las masas, este paraje rural y legendario donde sigue su curso a su ritmo y con sus propias reglas una tradición centenaria que hunde y extiende sus raíces con el mismo ímpetu que un drago, es absolutamente real. Tanto como lo es uno de sus emblemas naturales, el pinzón azul, una de las múltiples especies endémicas de esta extraordinaria aventura atlántica. La rarísima ave se eleva además como una metáfora de la propia isla interior. Vislumbrarla y grabar en la retina su fugaz y huidizo destello celeste roza lo milagroso. Pero sabemos que está ahí, oculta en el pinar, a punto de alzar el vuelo.
El latido grave y profundo de este corazón verde de Gran Canaria, no obstante, puede escucharse de cerca con facilidad. Esta obra conjunta de la naturaleza y de la adaptación a un entorno soberbio pero exigente por parte de hombres y mujeres siempre está dispuesto a hablarle al oído a quien quiera escuchar historias de verdad. La oferta de alojamiento rural de la isla, creciente en calidad y cantidad, permite asomarse al mirador natural que es prácticamente cualquier rincón de la isla. Así lo hizo en los albores del siglo XX el escritor Miguel de Unamuno para inmortalizar con la expresión de “tempestad petrificada” el espectáculo de la piedra en la cumbre insular, la sublime ruina del colapso de un estratovolcán que dejó tras él una caldera de veinte kilómetros de diámetro y también una especie de eco eterno.
El silencio se guarece por su parte entre los muros de las casas y hoteles rurales de la isla, un muestrario de la arquitectura tradicional que emerge en parajes idílicos donde se siente el rumor de la naturaleza local, tal y como puede comprobarse por ejemplo en cualquiera de los establecimientos que forman parte de la Asociación Gran Canaria Natural&Active, un marchamo de calidad que también incluye un catálogo de servicios para la práctica de actividades al aire libre, entre otras referencias íntimamente ligadas al disfrute de la Gran Canaria más auténtica en todas sus manifestaciones. Gran Canaria solo hay una. Pero no lo parece. Bajo el manto de clima benigno que cubre a la isla durante todo el año se agazapan decenas de microclimas que otorgan una variedad de paisajes que cambian con la misma facilidad con la que se pasan las páginas de un libro. Adentrarse
en el interior de Gran Canaria supone hacer varios viajes en un día. Incluso en el transcurso de unas pocas horas es posible verse envuelto por la bruma, contemplar oasis de palmeras, andar junto a una presa, alcanzar la base de un roque de apariencia lunar, juguetear en una cascada o adentrarse en cañones desérticos que se precipitan desde las alturas.
Gran Canaria representa a diario una especie de truco de magia para los sentidos que quizás se haya inventado en las profundidades de los reductos de la laurisilva, un bosque húmedo desaparecido en la mayor parte del planeta y que parece pensado para que vivan hadas, magos y duendes. Este monte verde subtropical de tilos, acebiños, fayas, laureles, musgos, naranjeros salvajes y campanillas mantiene viva la leyenda de la Selva de Doramas, la zona boscosa que cubría antiguamente la cara norte y donde se movía el guerrero que le dio nombre y que se resistió hasta el final a la invasión castellana.
La entraña de Gran Canaria también se define por lo que no es. No es un escenario. El interior insular muestra a quien lo recorra el rostro curtido de una realidad atlántica donde la naturaleza y el ser humano han alumbrado algo único. En los pueblos de las medianías y de cumbre o en la más árida y agreste vertiente sureste se suceden escenas que en otros sitios serían puro recuerdo, pero que aquí forman parte del día a día. Es, digamos, una película a todo color que proyecta fotogramas de agricultores que aran los campos con la ayuda de bueyes, de personas que se adentran en la frondosidad y reaparecen al tiempo cargadas de plantas medicinales, o de leña, de tascas de pueblo donde se conversa y se escucha mientras se da cuenta de una tapa de cochino negro o de pequeñas, medianas o grandes iglesias, hijas de esa arquitectura a medio camino entre dos orillas que se implantó luego en el Nuevo Mundo y cuyas cristaleras tamizan la intensidad de la luz insular.

La incitación a los sentidos es constante. Gran Canaria se oye en las cencerras -previamente afinadas- de las ovejas que mantienen la tradición de la trashumancia, algunas de cuyas rutas discurren por los mismos caminos por los que la antigua población aborigen guiaba a sus ganados; en el sonido cantarín de sus acequias o de sus cursos de agua, como el del Barranco de los Cernícalos; en el bucio que suena desde la costa y proyecta el bullicio de fiestas como la ‘vará del pescao’ que recuerdan el aviso de los marineros de su llegada a tierra, con las escamas de los peces brillando bajo el sol como esmeraldas, brillantes y rubís.
Gran Canaria también atrapa con sus aromas. La gastronomía tradicional que se refugia en el interior de la isla, entre barranqueras, quebradas, roques y montañas, realiza un largo viaje antes de acabar en el plato. Cada manjar posee su propia
biografía. Así, los suculentos y afamados quesos insulares, consagrados en incontables certámenes nacionales e internacionales, echan a andar literalmente al amanecer, junto a los pastores que guían a los rebaños en busca de los mejores pastos. Las papas ‘del país’ inician su periplo entre las manos de quienes las cultivan y las cosechan con la mirada clavada en la tierra y el pensamiento en vilo, a la espera de una lluvia mansa y buena.
En algunos enclaves, como en Valleseco, los manzanos producen un tipo de manzana pequeña pero vigorosa que sirve de base para la elaboración de sidras y de una rica repostería local. En otros parajes, el retablo blanco del florecimiento de los almendros es el delicado preludio de una cosecha de almendras dulces y amargas. De las primeras resultarán mazapanes o dulces con sugerentes nombres que remiten a hitos geológicos. De las segundas, ungüentos que concentran
una sabiduría de siglos. En el prodigioso Valle de Agaete, una de esas islas dentro de la isla sin fin, hay quien cultiva su propio café arábico en la azotea, porque aquí lo sorprendente puede llegar a ser costumbre.
Además, en Gran Canaria el paisaje también se embotella. Y quienes hacen vino aquí lo hacen con tal pasión que prácticamente
embotellan su propia vida. Es el caso, por citar algunos ejemplos, de las casas Bentayga o Las Tirajanas, con viñedos que crecen
en las medianías y en algunos casos por encima de los mil metros de altitud, de tal modo que cada variedad de uva blanca o de uva tinta es un reflejo del suelo al que se aferran las viñas. La bodega Los Berrazales da cobijo a sus barriles bajo una imponente
piedra basáltica que se desprendió en la noche de los tiempos del risco a cuyo pie de encuentra la finca, bajo la vigilancia desde las alturas de los pinos centenarios de la zona protegida de Tamadaba, una de las áreas con mayor concentración de endemismos y de biodiversidad en general de Europa.
Gran Canaria deja huella. Y también se puede dejar huella en ella recorriendo su densa red de senderos y caminos reales,
arterias que hacen posible conocer las profundidades de la geografía y el alma de este todavía inesperado y sorprendente rincón
atlántico cuyos inmensos valores naturales, etnográficos y geológicos han sido abrazados por la comunidad internacional a través de la declaración de gran parte de su territorio y de parte de su franja marítima como Reserva de la Biosfera, como Patrimonio Mundial de la Humanidad en la figura del Paisaje Cultural de Risco Caído y las Montañas Sagradas de Gran Canaria o en la declaración de sus cielos como Reserva Starlight.
La Reserva de la Biosfera atesora más de un millar de especies autóctonas, casi 300 endemismos y vertebrados únicos en el
mundo como el lagarto gigante de Gran Canaria, que puede alcanzar hasta los ochenta centímetros de longitud. El Paisaje Cultural de Risco Caído y las Montañas Sagradas reconoce la gestación de una cultura aborigen de carácter extraordinario que evolucionó en aislamiento durante más de 1.500 años y que estableció un diálogo con los astros que alcanzó su cúspide en un templo astronómico excavado en la toba volcánica donde medían el tiempo gracias al sol y las lunas llenas. El legado arqueológico casi no tiene igual en ninguna otra isla del planeta y se percibe también en espacios como LaFortaleza con sus grabados rupestres y sus muros defensivos. Pero hoy en día lo que protege el interior de Gran Canaria son sobre todo sus esencias.
Información y reservas: https://www.grancanarianaturalandactive.com/es/